jueves, 29 de octubre de 2015

Caperucita nunca será devorada (XI)

  Ellos, no por estar de vacaciones, se olvidaban de su empeño en seguir arreglando el mundo, sino todo lo contrario, porque aparte de este reto, añadían otro, más importante aún si cabe, se dedicaban a arreglar cualquier evento deportivo que se les cruzara en su camino. No había deporte que se les resistiera, conocían todos los entresijos de cada uno de ellos, increíble tanta sabiduría junta. Defendían con tanta vehemencia sus opiniones, que las conversaciones se convertían en discusiones y las discusiones en disputas, que por fortuna, a la siguiente ronda de cervezas ya estaban olvidadas, hasta que empezaban con el análisis del siguiente deporte en la lista y todo volvía a comenzar.

  Kerkel, que observaba todo esto desde la distancia, se enorgullecía de que uno de los inventos, eso decía ella, más famosos de su país, pudiera arreglar las cosas con tanta facilidad.    

  Cuando van por la tercera jarra, les suele entrar unas ganas tremendas de meterse en el agua, se quitan la camisa a toda prisa y empiezan una carrera endiablada hacia el mar, con sus enormes pies arrollan todo lo que pillan a su paso, destrozan preciosos castillos de arena, construidos por encantadores niños inocentes, pisan toallas, periódicos, libros y cualquier elemento al alcance de sus pies, sin un perdón, ni siquiera una mirada atrás de disculpa.

  Nada más llegar a la orilla, lanzan todo su cuerpo hacia adelante haciendo un pequeño escorzo que suele acabar con la barriga roja y embadurnada de arena, después dan unos cuantos manotazos al agua como si realmente estuvieran enfadados con ella y salen a la misma velocidad con la que han entrado, pero con la barriga roja, ojos rojos y ajustándose sin ningún tipo de disimulo la redecilla del interior del bañador.

  Mientras regresan al chiringuito de donde venían, cruzan miradas cómplices con sus semejantes y a ellas, miradas de, “aquí estoy yo, para lo que quieras, eh”, a veces acompañadas de comentarios y pensamientos que no reproduciremos aquí y ahora. A Kerkel todas esas miradas y comentarios la ponían de los nervios, le irritaban y enfurecían, y eso que dichas miradas y comentarios generalmente no iban dirigidos hacia ella, pero la enfurecían tanto, que cuando se adentraba en el mar, las aguas se retiraban a su paso para intentar no molestarla.

  -Camarero, otra jarra y unas patatitas-, reclamaban ellos satisfechos de vuelta al chiringuito, sin saber realmente lo que la historia les tenía preparado.



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