Ellos, no por estar de
vacaciones, se olvidaban de su empeño en seguir arreglando el mundo, sino todo
lo contrario, porque aparte de este reto, añadían otro, más importante aún si
cabe, se dedicaban a arreglar cualquier evento deportivo que se les cruzara
en su camino. No había deporte que se les resistiera, conocían todos los
entresijos de cada uno de ellos, increíble tanta sabiduría junta. Defendían con
tanta vehemencia sus opiniones, que las conversaciones se convertían en discusiones
y las discusiones en disputas, que por fortuna, a la siguiente ronda de
cervezas ya estaban olvidadas, hasta que empezaban con el análisis del
siguiente deporte en la lista y todo volvía a comenzar.
Kerkel, que observaba
todo esto desde la distancia, se enorgullecía de que uno de los inventos, eso
decía ella, más famosos de su país, pudiera arreglar las cosas con tanta
facilidad.
Cuando van por la
tercera jarra, les suele entrar unas ganas tremendas de meterse en el agua, se
quitan la camisa a toda prisa y empiezan una carrera endiablada hacia el mar, con
sus enormes pies arrollan todo lo que pillan a su paso, destrozan preciosos
castillos de arena, construidos por encantadores niños inocentes, pisan
toallas, periódicos, libros y cualquier elemento al alcance de sus pies, sin un perdón, ni siquiera una mirada atrás de disculpa.
Nada más llegar a la
orilla, lanzan todo su cuerpo hacia adelante haciendo un pequeño escorzo que
suele acabar con la barriga roja y embadurnada de arena, después dan unos
cuantos manotazos al agua como si realmente estuvieran enfadados con ella y
salen a la misma velocidad con la que han entrado, pero con la barriga roja,
ojos rojos y ajustándose sin ningún tipo de disimulo la redecilla del interior
del bañador.
Mientras regresan al chiringuito de donde venían, cruzan miradas cómplices con sus semejantes y a ellas, miradas de, “aquí estoy yo, para lo que quieras, eh”, a veces acompañadas de comentarios y pensamientos que no reproduciremos aquí y ahora. A Kerkel todas esas miradas y comentarios la ponían de los nervios, le irritaban y enfurecían, y eso que dichas miradas y comentarios generalmente no iban dirigidos hacia ella, pero la enfurecían tanto, que cuando se adentraba en el mar, las aguas se retiraban a su paso para intentar no molestarla.
-Camarero, otra jarra y unas patatitas-, reclamaban
ellos satisfechos de vuelta al chiringuito, sin saber realmente lo que la
historia les tenía preparado.